sábado, 5 de septiembre de 2009

Dancing Queen












“The reason that the all-American boy prefers beauty to brains is that he can see better than he can think…”
(Farrah Fawcett, 1947-2009)


Don Antenor Patiño, fíjense Ustedes, murió un día dos de febrero.

En el mismo día en que se conmemoraba el aniversario luctuoso del acaudalado millonario boliviano – si es que alguien todavía lo recuerda - festejaba su cumpleaños nada más y nada menos que Farrah Fawcett.

Don Antenor heredó un imperio minero: controlaba como el implacable mercenario que fue el precio internacional del estaño - del que Bolivia era el mayor productor mundial - y cuando la revolución boliviana de 1952 nacionalizó los extensos complejos mineros del poderoso Grupo Patiño, el enrabiado multimillonario provocó la caída del precio internacional del estaño, organizando después un golpe de estado que derrocó al gobierno, provocando el caos.

Vivió poco en Bolivia, Don Antenor: odiaba a su país y a su gente.

Este sentimiento se renovaba cada mañana, cuando se veía al espejo y este arrojaba un rostro de pómulos prominentes, tez de bronce, nariz chata: la fisonomía andina del indígena puro.


En cambio, amaba Europa. Coleccionaba barones y duquesas para adornar sus fiestas. Cuando los motivos para celebrar eran lo suficientemente importantes, lograba que aristócratas segundones – príncipes daneses, condesas italianas – acudieran a sus salones y alternaran con algunas aves del paraíso como Salvador Dalí o Pablo Picasso, a los que nunca les compró un centímetro cuadrado de lienzo pero que eran indispensables si esperaba llegar a ser algo más que un indígena adinerado viviendo en Paris.

Un día se le metió entre oreja y oreja invertir en bienes raíces. No, no lo haría en un país de ingratos como Bolivia. Tampoco lo hizo en Europa, donde los trámites eran engorrosos y los sistemas tributarios eficaces. Prefirió México, y adquirió la que sería la esquina más cara del país, una donde se podía ver al Ángel de la Independencia como deben hacerlo los millonarios sin escrúpulos, tanto de México como de cualquier otro país: hacia abajo.

En esa equina se alzó el hotel María Isabel, llamado así en honor a una de sus hijas, producto de un matrimonio de conveniencia llevado a cabo por su padre con una mujer que aprendió muy pronto a despreciarlo: Maria Cristina de Borbón y Bosch-Labrús, III duquesa de Dúrcal y Grande de España. María Isabel – su hija predilecta - moriría en labores de parto años después.

De la señora marquesa fue la idea de construir una casa de playa en alguna playa mexicana virgen y remota, sin el oropel barato de Acapulco, sin el voyeurismo de Puerto Vallarta: sería una casa grande, un club de playa privado.

En la península de Santiago, en Colima, descubrieron una playa en que por las noches de luna llena se veían siluetas misteriosas danzando sobre el rompiente de las olas. Los navegantes españoles que zarpaban del la desembocadura del río Salahua hacia las Filipinas llamaron a aquel lugar “playa de las hadas”.

La casa fue diseñada por Jose Luis Ezquerra y su ejecución duró diez años. En 1974 acudieron trescientos invitados a la fiesta más dispendiosa en la historia del estado, pero para 1976 don Antenor Patiño vivía enfermo y casi arruinado: una de sus hijas vendió a sus espaldas la enorme casa de playa y sus nuevos dueños lo convirtieron en un hotel de arquitectura fantástica. Las Hadas.

Y bueno, todo esto tuvo que ocurrir para que a principios de febrero del 78, apenas anocheciendo y con nueve años encima, yo me asomara furtivamente dentro de una palapa amplia y abierta que era la “discoteca” del hotel: ahí, a media luz, Farrah Fawcett bailaba sola mientras una canción nueva, Dancing Queen de Abba, se iba desgranando en el aire, nota por nota.

Ojos cerrados, pies descalzos, jeans deslavados y justos, una playera de algodón roja – del mismo tono del célebre traje de baño inolvidable de su póster que vendió ocho millones de copias – y despachando un trago tras otro, Farrah Fawcett celebraba sola su cumpleaños treinta y dos, dividida entre su matrimonio en proceso de demolición con Lee Majors y su tormentoso romance en puerta con Ryan O’Neal.

Leslie, el barman, pretendía no verla, manteniendo la vista baja, ocupado en pulir la barra de mármol, en limpiar los vasos largos a conciencia, eso sí, con la ginebra atenta, la licuadora impecable, por si antes de marcharse a su suite, la mujer más deseada del mundo pedía otro trago, solo uno más, para irse temprano - y sola - a su habitación.

Ella bailaba suavemente – imagínense - sin hacer ruido, levitando sobre el fresco piso de cemento pulido, con un atisbo de curvatura en los labios, muy distinta a la que la convirtiera en la reina de los comerciales de Ultra Brite. Era una de esas sonrisas satisfechas que no le regalas a nadie, que logras al recordar una travesura de hace mucho tiempo, o cuando disfrutas un futuro inalcanzable, o cuando cometes el crimen perfecto: una sonrisa que pocos se pueden dar el lujo de tener alguna vez.

Verla era el mar: un azote de tendones corriendo marea arriba, desde sus pantorrillas hasta las caderas. El suave látigo de su espalda, tersa y perfecta, que terminaba en el oleaje dorado de la cabellera más envidiada del planeta.

Nunca había visto algo parecido.

Ese mismo año, la Farramania estaba en su apogeo y todas las semanas se publicaba algo sobre ella, al punto que la revista New Times Magazine – de corte político liberal – reconocía en un número de ese año que “en esta edición (lo sentimos mucho) no encontrarán nuestros lectores mención alguna sobre Farrah Fawcett”.

Y, cosas de un México más ingenuo pero igual de cruel y desigual que el de ahora, nadie la molestaba. Ni un solo paparazzo se adentró en el hotel, ni se ocultó entre las buganvillas o se colgó de alguna palmera para robar fotografías. Ningún mesero le pidió un autógrafo.

El fade out de la canción me sorprendió viéndola desde la entrada y ella sonrió. Sonrío como en los comerciales. Dejó el trago a medias: un discreto y silencioso carrito de golf se deslizó a la entrada para llevarla hasta su habitación. Lo vi hasta que se perdió en aquel laberinto de muros blancos.

La playa estaba a la vista y esa noche había luna llena. Las hadas danzaban, lejanas, sobre el oleaje, pero no les presté atención: yo ya las había visto de cerca – o al menos había visto una, la más bella de todas – bailando suavemente Dancing Queen.




2 comentarios:

Gallo dijo...

Pepe, simplemente magnífico.

Pepe Compean dijo...

Gracias, Maestro...un gusto que te pasees por aquí y que te guste lo que tengo colgado. Un abrazo.